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Salvador Conca y sus
metafísicas escenografías
La historia se descompone en imágenes,
no en narrativas.
WALTER BENJAMIN
Las arquitecturas pintadas de Salvador Conca (Carlet, 1964) forman
parte relevante de un mundo sugerentemente tan escenográfico como
propio. Se trata, a decir verdad, de un mundo que convoca imágenes
fuertemente oníricas y que cuenta además –estrictamente hablando–
con un reducido pero emblemático repertorio de robustos elementos
iconográficos. Y ello es así hasta el extremo de poder elaborar
analógicamente, por nuestra parte –en nuestra experiencia visual
frente a sus obras–, un vocabulario funcional, en vistas al
desarrollo de un escueto y subyacente lenguaje plástico.
De este modo, mundo y lenguaje se identifican plenamente en la
intensa pintura de Salvador Conca. Y si la pintura –como subraya J.
F. Lyotard– necesita ser hablada, también las palabras, a modo de
intercambio, necesitan ser construidas, a través de la complejidad
propia de su minuciosa arquitectura de signos.
De hecho, las soluciones que Salvador Conca aporta a la pintura
neometafísica en la que, desde hace mucho tiempo, en continuidad
milita, habría que intentar alistarlas, aunque fuera con suma
brevedad y sencillez, con el fin básico de acercarnos didácticamente
al desvelamiento de su poética pictórica.
Reconocemos por lo común, con suma facilidad, en todos sus trabajos,
ese singular vocabulario de elementos referenciales, convertidos en
signos minuciosamente definidos, aunque nos extraña también, sin
duda alguna, la enigmática sintaxis que articula su copresencia
sobre el espacio pictórico, siempre cabalísticamente transformado en
espacio de representación. Una sintaxis donde –casi por igual– rige
tanto la casualidad como la lógica, tanto el azar como la necesidad.
A decir verdad, las pinturas de Salvador Conca han comportado
habitualmente una fuerte carga escultórica. Es, ante todo, la
volumetría de las formas lo que primeramente se nos impone,
tentándonos tanto su pregnancia visual como sus disponibles
sugerencias hápticas. Es decir que así como nuestras miradas se
deslizan por y entre las formas de sus cuadros, también nos gustaría
ceder a la acción imposible del tacto sobre el particular mundo
pictórico de Salvador Conca y rememorar –quizás con los ojos
cerrados– las sensaciones de nuestros juegos olvidados con aquellas
plastilinas de la infancia.
No en vano, algunas de sus composiciones directamente recrean ese
universo lúdico de espacios habitados por el curioso repertorio –ya
citado– de formas elementales, resueltas escultóricamente: el faro,
el barco y la casa pueden reposar sobre la tarima-tambor, junto al
cuadro que sostiene, a su vez, el esquema de su propio rododendro.
Sin duda elabora su universo pictórico a partir de su inmediato
contexto cotidiano. El vocabulario del ámbito agrario es claramente
predominante y definitorio. El árbol con copa, el arbusto trepador,
los instrumentos de poda, los frutos de la cosecha, la
mano-escultura, la flor-semilla, la maceta-parcela o el
jarrón-chimenea nos introducen, como imágenes, en unas inquietantes
narraciones e historias imposibles.
Todo ello, desde la mirada civilizadamente agreste y paisajística,
se compagina con esporádicas visitas al recuerdo, por ejemplo, del
medio marino: la cúpula de la iglesia puede navegar sobre una barca,
junto a otras naves, cada una con su correspondiente totem
arquitectónico, circundando –como en procesión– una isla circular
habitada por una fábrica con arcadas, cipreses y chimenea humeante.
Guiños claramente simbólicos y realidades deconstruidas dialogan,
pues, intermitentemente en las composiciones de Salvador Conca.
Siempre ha destacado asimismo el modo característico de implantar la
elevada línea de horizonte en todas sus obras. Con ello, por una
parte, se asegura una resuelta, amplia y disponible totalidad
espacial como escenografía habitable por las formas invitadas a la
representación, que se distiende holgadamente ante nuestra mirada.
Y, por otro lado, hace descender al máximo el plano pictórico, a la
vez que eleva nuestro punto de mira sobre la escena resultante.
Esas tres notas, conjuntamente, definen, pues, el marco efectivo de
la representación. Incluso podemos imaginárnoslo completamente
vacío, antes de iniciarse la llegada de las formas. Tenemos así el
proscenio dispuesto ante nuestra mirada, que a menudo lo sobrevuela
fuertemente a vista de pájaro: a nuestra altura misma, la lechuza
–encaramada a una rama forzadamente horizontal y florecida– nos
observa como intrusos, mientras vigila el despliegue de una casa
dibujada, con la forma del convencional modelo infantil, junto a un
personaje-busto y una tarima donde conviven la orilla del rio
navegable, con barco incluido, y distintos arbustos y sus sombras
geométricas.
Pero ese ambiente intensamente metafísico no sólo viene dado por la
descrita espacialidad, totalmente sometida a la mirada exterior
omnisciente y abarcante del –quizás divinizado– sujeto observador.
Ni tampoco por la fuerte volumetría citada de las formas potentes.
Ni por la destacada arquitectura destinada a describir imponentes
construcciones de riego, esquemáticas composiciones industriales o a
consagrar grandes arcadas urbanas.
Quizás ese particular peso metafísico, que se desprende de la
programada poética pictórica de Salvador Conca, deba vincularse
estrechamente asimismo –además de a los efectos visuales, propios de
las características ya descritas– a algunas destacadas notas más.
Por un lado estaría, a mi modo de entender, esa perpetua situación
de espera, a menudo incluso agobiante a fuerza de ser
intencionadamente lúdica, que aflora de sus composiciones. Las
cosas, los objetos, los espacios, las arquitecturas parecen aguardar
perpetuamente la llegada de alguien o de algo. Diríase que están
siempre ahí, plenamente dispuestos y diligentemente ubicados en su
reservado y definido lugar. Sin embargo nada sucede, porque quizás
ha sucedido ya o nunca deberá suceder en realidad. De hecho, sólo
nuestra mirada aguarda, entre parpadeo y parpadeo, mientras
observamos detenida y minuciosamente la escueta y simbólica escena.
¿Antes o después del posible sueño que le da sentido?.
Por otra parte, se trata de subrayar, con nueva insistencia, las
secretas relaciones que estructuran las claves sintácticas de las
composiciones. Todo es posible en los cuadros de Salvador Conca,
porque todo está definido previamente en el repertorio de elementos
estructurales. La fabrica mantiene sus tres arcos-naves en forma
triangular, con la chimenea al fondo del receptáculo y los tres
colores intensos de la techumbre que refuerza su caracterización. El
barco y la casa de raigambre doméstica han sido convertidos en
signos-modelo. Las grandes arquitecturas del agua extienden sus
brazos-conductores que descansan sobre arcos y juegan incluso a
convertirse en escalextrix sin fin.
Pero si los elementos referenciales están definidos perfectamente en
su forma y pautados cromatismos, si el espacio escenográfico viene
dado también a priori, son las relaciones entre tales elementos
referenciales en el marco de dicha espacialidad pictórica lo que
queda reservadamente por definir en cada una de las obras de
Salvador Conca.
ROMÁN DE LA CALLE |
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